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Rondón J.

          suficientes – que se extienden por lo que antes fueron campos floridos de la vieja
          ciudad, escenarios de nuestras correrías de niños y de ciertas aventuras de jóvenes.
          Por su parte, Mérida, su asiento telúrico, de ocho calles longitudinales y cincuenta
          y dos transversales, ya no es lugar de posadas de estudiantes  y villa de poetas.
          Tampoco se limita al damero colonial porque saltó los ríos para ocupar antiguas
          haciendas. Puede parecer otra a quien se acerca después de 40 años de ausencia.
          Ha cambiado mucho, un poco a rastras de la Universidad. Es casi una urbe, con
          cerca de 210.000 habitantes. Pero, debo advertirles que mantiene su esencia. Y hoy
          como ayer por sus calles deambulan estudiantes y sabios, que conversan de artes
          y ciencias. Faltan sí algunos de sus hombres fundamentales, como esos llamados
          Pedro que eran el Rector Magnífico de nuestro lustro y el Padrino de nuestra
          Promoción.

              No  somos  forasteros  en  Mérida.  Somos  los  antiguos  estudiantes  de  su
          Universidad  que  venimos  una  vez  más  a  recoger  enseñanzas  y  a  fortalecer  el
          espíritu en vísperas de crisis y de cambios. Con tal finalidad, aquí están junto
          a quien habla: José Amaro López, José D’Albenzio Tálamo, Hugolino De Jesús,
          Héctor Gámez Arrieta, Pablo González Baptista, Maritza Gutiérrez, Marcos Marín
          Urribarrí, Pedro Méndez Labrador, César Nieto Torres, Carlos Portillo Almerón,
          Nancy Olivares, Cristina Omaña, Alvaro Sandia Briceño, Angelmira Sánchez y Luis
          Hugo Velásquez (18).  Si pidiéramos a alguno de aquellos sabios que nos fue dado
          tener como maestros que  impartiera una última lección  a sus alumnos, seguro
          estoy que nos recordaría  la muy completa, y a veces muy olvidada, enumeración
          de los preceptos jurídicos que contiene  el Digesto y que repiten las Instituta: “Iuris
          praecepta sunt haec: honeste vivere, alterum non laedere, suum quique tribuere”.
          En esta Venezuela, en la que con tanta frecuencia se llama a la violencia y se
          desprecia la norma, parece necesario repetir – casi sin cesar – esos preceptos,
          tan sencillos, fundamentales para la convivencia: vivir honestamente, no dañar
          al otro, dar a cada uno lo que le corresponde.  El orden no será impuesto por las
          armas, sino por la realización práctica de la justicia. Y ésta no puede lograrse sino
          mediante la aplicación de las normas jurídicas, que son resultado del pensamiento
          humano. Volvemos así al hombre, autor y al mismo tiempo fin último del derecho,
          tal como se nos enseñó en esta Universidad de los Andes.









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